sábado, 30 de enero de 2010

Narradores sin límites

Mezcla, legado, lengua, España, Latinoamérica, pop, Internet, unidad, exploración. Nueve son las palabras con las que se empezaría a escribir el destino de la narrativa de España en el siglo XXI. O mejor hablar desde ya de la narrativa en español como de una lengua común que involucra a 19 países más en América Latina para borrar las fronteras geopolíticas en literatura. Es el gran territorio de La Mancha, como lo llama Carlos Fuentes, con 400 millones de hispanohablantes, que comparten un mismo idioma y herencia literaria que cada día aumenta su presencia e interés internacional.
     Escritores de una lengua y no de un país. Así lo reivindican tres autores españoles... (Javier Cercas, Almudena Grandes y Agustín Fernández Mallo). Interesante debate publicado hoy en Babelia. http://www.elpais.com/articulo/cultura/Escritores/espanol/pais/elpepucul/20100129elpepucul_1/Tes

domingo, 24 de enero de 2010

He vuelto de Manhatan

Traigo la mirada terracota. Llena de ladrillos, edificios sucios, fabricas reconvertidas en Galerías de Arte, también plazas masificadas y tulipanes explotando en los canteros de la acera. Una primavera tardía regala paz a los turistas y voyeurs que ocupamos la ciudad como un ejército desmadrado. Desde las alcantarillas, un vapor espeso avanza hacia la superficie y se eleva, sumando gris a la humedad del ambiente.
     En la ciudad babilónica nadie entiende a nadie, si hablas en inglés. Aún están los hispanos. Por todas partes. En la cafetería, en el autobús, en la tienda, en la farmacia. Los españoles somos una plaga. En el Soho, en Woodbury, en Chelsea, en Little Italy. Actores, escritores, políticos nos cruzamos por la calle y no nos vemos, porque la retina ya no puede distinguir nada más.
13/05/2007

sábado, 23 de enero de 2010

Desde un país de sombras alargadas

Me he venido al norte de mi tierra: Hace frío, si; pero agradezco que no llueva ni tampoco nieve. Sale el sol. Redondo. Inclinado. Y está tan cerca que parece que lo pudieras alcanzar con las manos. Anochece a la hora del té mientras la luna comienza su ruta, allí mismo, sin llegar a colocarse nunca arriba de nuestras cabezas.
     Las sombras han estado toda la tarde alargadas, los árboles pelados y esta casa anhelantemente silenciosa. Desde el desván veo un último vestigio rojo de luz, y de repente ya es noche cerrada.
     Estoy con Coetze: Un lugar en ninguna parte. Es desgarrador, e inquietante. Desde la primera página.
10/12/2005

La noria o la vida

Hemos entrado a saco en la recta final del año. Diciembre ha llegado y se niega a avanzar, cosa que yo agradezco. Nos entretiene con festivos indecisos: si... no..., si..., no. Aquel viaje a Madrid, Pitol andaba desconcertado. Si, quizás fuera el jet lag lo que desacompasaba su cuerpo, pero lo cierto es que mientras apagaba sus cigarrillos transgresores en un improvisado cucurucho de papel, que regaba profusamente con agua mineral, llegamos a pensar en un repentino atisbo de senilidad en el Maestro.
     Recuerdo ese aciago día en que nos enteramos de que Chisy había dejado de existir. Por la mañana me habían despertado los estallidos de uno de los trenes. Por la ventana, el horror. Llegué al trabajo caminando entre heridos y ambulancias. A la altura de Atocha nos hicieron retroceder y dar la vuelta por el Retiro. Ya en mi puesto, como a media mañana, el teléfono, una premonición: "una mala noticia. No, no son los trenes. Es nuestra Chisy. Ayer en París. Todo ha terminado".
     Ha vuelto a amanecer por estos horizontes. Hay una plaza, los niños ríen, caen y lloran, hacen carreras con las bicicletas bordeando los juegos una vez, y otra, y otra más. Pasan los trenes y dejan sólo un zumbido en los oídos. Pitol ha vuelto a dar cursos en la Casa de América y ahora le han dado el Cervantes.
     Los gatos siguen procreando ahí en la esquina.
4/12/2005

To be or not to be

No por muchos conocida la frase deja de tener su encanto. ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos y porqué? ¿Estamos aquí en la tierra para algún cometido concreto? ¿Será ese nuestro cometido --como nos gusta imaginar-- cumplir con nuestra meta vital, que no es otra que aquella que nos hemos marcado nosotros mismos a nuestro libre albedrío?
     ¡Ah! Divina ansiedad, sibilina pregunta. Ser o no ser merecedor de la parcela de Universo que nos ha tocado urbanizar, del espacio de aire que ocupamos, consumimos, manoseamos, respiramos, gastamos, transpiramos y dejamos alegremente a quienes nos suceden.
     ¿La mejor perfección? = ¡Ser imperfectos!, puesto que la perfección absoluta, en caso de existir, debe de ser absolutamente insoportable.
     Hoy mi ciudad amaneció perversamente coqueta: se ha vuelto gélida y amenaza nevada; hace frío huracanado proveniente del Norte; nos previenen ante ráfagas de hasta 90 km/hora. ¡Pero mi ciudad se ríe de los avisos! Ordena a su programador cero grados y las hojas de los árboles empalidecen súbitamente, se sueltan de su rama-padre y se lanzan a volar calle arriba y avenida abajo, balcón adentro y plaza afuera; se demoran en los semáforos y juegan con las corbatas, ay, de esos señores circunspectos y encorvados que lucen ranuras por ojos y manos en los bolsillos.
     Pronto, quien sabe si mañana, esas mismas hojas comenzarán a hacer ruido de envoltorio de golosina bajo los pies, los niños aterrizarán en ellas entre risas y yo, yo, camuflada bajo mi bufanda bermellón, las empujaré hacia los lados al caminar para no hacerles daño, que cumplan su ciclo vital, su fugaz existencia resquebrajada, tan melancólicamente perfecta.
23/11/2005

Desde el barandal

¡Ah...! Tolero la impaciencia de esperar que baje la información por Internet haciendo solitarios: 10-9-8-7-6, alterno rojas y negras. Hace años leí en un libro, cuyo nombre no recuerdo, el monólogo de una enferma de cáncer terminal, que mientras hacía solitarios soñaba “si gano esta partida será que he vencido a la muerte”. Jugarse la vida a cara o cruz, cuando la suerte ya está echada...
     Ha nacido Martín y mi amigo Sergio (el padre) dice que es puro ojos. Nos lo ha contado en un mensaje, pero el móvil no es suficiente para tanta emoción y nos lo escribe con todas las letras: “tiene los ojos enormes. La madre bien. Muchas felicidades para todos”.
     Por fin se nos ha ido el verano. Lo se porque mi gata se ha esponjado. Le ha crecido una nueva capa de pelo suave y corto y se ovilla gorda en un cojín, escondiendo la cabeza entre las patas.
     Cuando me demoro ante el ordenador, mi gata pizpireta vuelve a la ventana. Han acabado las obras ahí abajo y la terraza del bar todavía se llena por las tardes. Casi no pasan coches –no les han dejado espacio— y desde mi ventana, tan cerca del suelo, me siento planear sobre cabezas de niños.
     Ha pasado casi un año desde que lancé aquellas botellas al mar desde la isla. Me alegro de que os hayáis subido al bote para alcanzar la choza. No se está tan mal en este lugar en el que siempre hay sitio para uno más, sobre todo si le da a la pluma y es buen tertuliano.
14/10/2006

viernes, 22 de enero de 2010

Hoy todavía

Tomás Segovia

Hoy todavía sigo sin haber aprendido
A dejar en la casa toda mi impedimenta
Cuando salgo al camino
Hoy todavía voy por la intemperie
Con grandes trozos de mi mundo entre los brazos
Hoy sigo todavía
Sembrando en nuevos surcos mis orígenes
Hoy todavía no he dejado
De rezagarme en el decurso de una historia
Que no sabe avanzar sin desviarse
Hoy todavía sueño que si muero en viaje
No habrá que transportar mis huesos a mi tierra
Que se hallará también en mi bagaje
Bastante tierra en que enterrarme.
13/11/2009

miércoles, 20 de enero de 2010

La Rosa de Paracelso

Jorge Luis Borges

En su taller, que abarcaba las dos habitaciones del sótano, Paracelso pidió a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo. Atardecía. El escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras irregulares. Levantarse para encender la lámpara de hierro era demasiado trabajo. Paracelso, distraído por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los polvorientos alambiques y el atanor cuando golpearon la puerta. El hombre, soñoliento, se levantó, ascendió la breve escalera de caracol y abrió una de las hojas. Entró un desconocido. También estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una palabra.
     El maestro fue el primero que habló.
     - ¡Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente –dijo no sin cierta pompa-. No recuerdo la tuya. ¿Quién eres y qué deseas de mí?
     - Mi nombre es lo de menos –replicó el otro-. Tres días y tres noches he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes.
     Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas de de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda para encender la lámpara. Cuando se dio vuelta advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa. La rosa lo inquietó.
     Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo:
     - Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo.
     - El oro no me importa –respondió el otro-. Estas monedas no son más que una prueba de mi voluntad de trabajo. Quiero que me enseñes el Arte. Quiero recorrer a tu lado el camino que conduce a la Piedra.
     Paracelso dijo con lentitud:
     - El camino es la Piedra. El punto de partida es la piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta.
     El otro lo miró con recelo. Dijo con voz distinta:
     - Pero, ¿hay una meta?
     Paracelso se rió.
     - Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos, dicen que no y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es imposible que sea un iluso. Sé que “hay” un Camino.

Hubo un silencio, y dijo el otro:
     Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos años. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la tierra prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino.
     - ¿Cuándo? –dijo con inquietud Paracelso.
     - Ahora mismo –dijo con brusca decisión el discípulo. 
     Habían empezado hablando en latín; ahora, en alemán.
     El muchacho elevó en el aire la rosa.
     - Es fama –dijo- que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por otra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera.
     - Eres muy crédulo –dijo el maestro-. No he menester de la credulidad; exijo la fe.
     El otro insistió.
     - Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación y la resurrección de la rosa.
     Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella.
     - Eres crédulo –dijo-. ¿Dices que soy capaz de destruirla?
     - Nadie es incapaz de destruirla –dijo el discípulo.
     - Estás equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ¿Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba?
     - No estamos en el Paraíso –dijo tercamente el muchacho-, aquí, bajo la luna, todo es mortal.
     Paracelso se había puesto en pie.
     - ¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?
     - Una rosa puede quemarse –dijo con desafío el discípulo.
     - Aún queda fuego en la chimenea –dijo Paracelso.
     - Si arrojaras esta rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que sólo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo.
     - ¿Una palabra? –dijo con extrañeza el discípulo-. El atanor está apagado y están llenos de polvo los alambiques. ¿Qué habías para que resurgiera?
     Paracelso le miró con tristeza.
     - El atanor está apagado –repitió- y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos.
     - No me atrevo a preguntar cuáles son –dijo el otro con astucia o con humildad.
     - Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso en que estamos y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la Cábala.

El discípulo dijo con frialdad:
     - Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición de la rosa. No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo.

Paracelso reflexionó. Al cabo, dijo:
     - Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas. Deja, pues, la rosa.

El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo:
     - Además, ¿quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio? ¿Qué has hecho para merecer semejante don?

El otro replicó, tembloroso:
     - Ya sé que no he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos años que estudiaré a tu sombra que me dejes ver la ceniza y después la rosa. No te pediré nada más. Creeré en el testimonio de mis ojos.
     Tomó con brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había dejado sobre el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se perdió y sólo quedó un poco de ceniza. Durante un instante infinito esperó las palabras y el milagro.
     Paracelso no se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza:
     - Todos los médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy un embaucador. Quizá estén en lo cierto. Ahí está la ceniza que fue la rosa y que no lo será.
     El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso, había franqueado su puerta y lo obligaba ahora a confesar que sus famosas artes mágicas eran vanas.
     Se arrodilló, y le dijo:
     - He obrado imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Señor exigía de los creyentes. Deja que siga viendo la ceniza. Volveré cuando sea más fuerte y seré tu discípulo y al cabo del Camino veré la rosa.
     Hablaba con genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que le inspiraba el viejo maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y por ende tan hueco. ¿Quién era él, Johannes Grisebach, para descubrir con mano sacrílega que detrás de la máscara no había nadie?
     Dejarle las monedas de oro sería una limosna. Las retomó al salir. Paracelso lo acompañó hasta el pie de la escalera y le dijo que en esa casa siempre sería bienvenido. Ambos sabían que no volverían a verse.
     Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió.

Sobre las buenas intenciones que pueblan las sepulturas

Un plan, necesitaba. Todos en la oficina tenían uno. Y al salir de trabajar ese lunes se le ocurrió. Compró las herramientas necesarias en unos grandes almacenes y enfiló directamente al cementerio, donde fue abriendo sepulturas una a una, atrapando intenciones. ¡Había tantas! Juntó todas las que pudo cargar sin levantar sospechas y se marchó.
     Más tarde y ante el espejo se las fue probando de a una. En cuanto se calzaba una mala intención, nada más notarlo se la quitaba de encima sin mirarse siquiera al espejo. Pero tanto quita y pon, de noche y sin cenar y nada que se ajustara. Fue entonces cuando se descubrió, al admirar en el cuadro su imagen enfrentada y una luz brillando en los ojos. ¡La intención le sentaba de maravillas! “Vale, me la quedo. Después de todo me siento tan cómodo con ella... como si la hubiera llevado toda la vida conmigo”. Recogió las otras intenciones y las amontonó en un rincón antes de irse a dormir.
     Al día siguiente se levantó y salió a la calle con más ímpetu que nunca. Antes de ir a trabajar pasó por el quiosco de los periódicos y degolló con la navaja de afeitar al vendedor, porque hacía diez años otro como él le había quitado la novia a un estudiante.
06/12/2006

El taller del caucho

Aunque al principio alguien había ideado una estructura, con el paso del tiempo y las necesidades crecientes de la familia se habían ido agregando habitaciones hacia atrás, hacia arriba, incluso hacia el frente, cuando cerraron el jardín de la entrada. El taller estaba hacia dentro, por el pasillo, como a mitad de camino, porque después se anexaron las habitaciones del fondo, con su baño y su cocina y que configuraron una segunda vivienda.
     El taller era más ancho que las otras habitaciones y tenía más puertas. Una comunicaba con la habitación que los nietos una vez aprovechamos de dormitorio, y otras dos daban al pasillo y estaban enfrentadas. Puertas de doble hoja atiborradas de cristalitos, que al estar desencajados permitían que el aire pasara silbando en el invierno.
     En verano la construcción era muy eficaz, y el suelo de cemento ayudaba a mantener fresca la habitación. Y en invierno... bueno, mi abuelo parecía no acusar el frío. Si no fuera por los sabañones, claro, que le hacían la vida imposible. Por eso, aunque trabajaba con el torso desnudo, llevaba siempre los pies encerrados en pantuflas de felpa.
     En honor a la verdad, cuando encendía sus prensas para trabajar la goma era la estancia más acogedora de la casa. Mi abuela se sentaba a su lado y le cebaba mate. A veces, cuando ya se habían dicho todo lo que tenían que decirse y cuando se aburrían de decirse siempre lo mismo, encendían la radio y continuaban hasta que la oscuridad del patio indicaba la hora del café con leche de antes de dormir.
     Ese sábado llovía. Los pedruzcos de granizo golpeaban con furia el toldo metálico amenazando con romperlo, hundirlo, vencer las últimas hojas donde se acumulaba el peso del agua caída. La hiedra ante la puerta delantera del taller, la que utilizaban habitualmente, también acusaba la furia de agosto en Buenos Aires.
     2002

Mis buenas intenciones para 2002

Para Reyes, escribiré mi carta a los Magos. Tienen un año entero para dosificar la entrega. Cada noche dejaré mis zapatos al pie de la cama y así, por las mañanas, poco a poco al calzarme, me calzaré también una dosis de entereza, administración de mi tiempo y compaginación entre mi familia y mi trabajo. A mediados de año, allá para junio, ya me habrán alcanzado a entregar las dosis de conocimiento necesarias para hacer el examen de Estadísticas y licenciarme en Empresariales. Para agosto, cuando hayamos alquilado la casita en la playa, me habrán enseñado a nadar y podré disfrutar del mar como nunca. Entre septiembre y octubre se habrán afianzado las pinceladas de autoconfianza y dominio y defenderé mi subida de sueldo como nunca. Para diciembre, por fin, sabré lo que dan de sí las buenas intenciones. Aunque les he pedido también, a los Reyes Magos y con la última entrega, un poco de amnesia e ilusión para escribirles la carta el año que viene.
diciembre 2001

Será por algo

Nada se pierde, todo se transforma. Conociendo la fórmula matemática es posible predecir instancias anteriores y posteriores de todos los objetos, las fases por las que atraviesan en los procesos químicos hasta llegar al aspecto o forma deseada. Nada es baladí. Como en encaje de bolillos, cada elemento de una fórmula tiene su sentido, su explicación. En la naturaleza, cada evento ocurre por algo y para algún fin determinado, aunque en nuestra escasa sabiduría no sepamos descubrirlo.
     Al menos eso es lo que pensaba mi abuelo, que cada mañana encendía el fuego en el taller y a golpe de prensa iba convirtiendo la goma --su materia prima-- en objetos variopintos y fundamentales para otros procesos: tapones para probetas de algún laboratorio de análisis clínicos, globos para perfumeros o arandelas para ajustar grifos. Todas las piezas que mi abuelo fabricaba tenían su función en este mundo.
     Para calefaccionar el taller, el fuego por gas natural de las prensas era suficiente. Mi abuela solía sentarse junto a una hornalla pequeña, alimentada a gas por el mismo juego de tuberías que las prensas, y le cebaba mate en silencio.
     Siempre los encontraba allí, por las tardes, al volver de clases. Cuando le pedía “abuelo, ¿me das dinero para el pan?” El siempre metía la mano en el bolsillo de atrás y me pasaba la billetera entera. Sin preguntas, sin mirar, su intención abierta como un libro. Todo tiene su explicación y yo tendría la mía.
09/12/2002

Sensaciones

Una cama de hospital, tan grande, grande, alberga tu cuerpo de niño. Vuelta para un lado. Vuelta para el otro. ¿Cómo te explicamos qué haces ahí? Cuando logramos arrancarte una sonrisa y te animas un poco te fastidia la columna vertebral. Angelito desangelado. Angelito sin alas. No quieres caricias, no quieres zumos. ¡No quieres dos coches con la misma sirena! ¿A quién se le ocurre? Habrá que reclamarle al fabricante. Tu brazo con manguito de venda blanca y vías cogidas hace de remo, lo utilizas para girar y dar miedo a mamá, ¡qué-vas-a-hacer-estate-quieto-no-te-muevas!
     Ayer estabas en la terraza tumbado en una silla de jardín, con la almohada asomando por detrás y los pies encima de mamá. Frente arrugada, ojos abiertos como linternas y pelo alborotado de domingo por la tarde.
     Tranquilo. No te muevas que ya me voy. Descansa. Y no temas, que estarás de vuelta pronto en casa.

09/08/2006

sábado, 16 de enero de 2010

Corazón envidioso

Te dije que no lo hicieras. Te expliqué que ya había descubierto tu juego y que no me hacía ninguna gracia. Todos los días lo mismo. Despachas a los niños al colegio en el autobús de pago y dando media vuelta observas satisfecha -aunque con sorna, que llevo tiempo estudiándote a través de las láminas de la persiana- observas la fachada de tu casa y lugo la mía, con más disimulo. Te acercas lentamente y como con desgano pasas la palma de tu mano por el marco frío de las ventanas. Das unos pasos y compruebas la reja, que -no sé que buscarás, aunque sí que cada día representas la función para tu vecina- la dorada reja, decía, que ciega cuando el sol se refleja en ella siempre a la una. Suspiras ¡qué estudiado golpe de aire sueltan tus pulmones! y desapareces hacia el inmaculado interior de tu vivienda.
     Te dije que no lo hicieras más. Te advertí. Cada mañana durante los últimos meses escolares te empeñas en desmerecer mis ventanas, sacando lustre a las rejas de tu salón de por sí impolutas. De nada vale que me afirmes loca. Sabes que te he descubierto. Ya todos lo saben: mi marido, el tuyo y los chavales.
     Ni una sóla vez más -te advertí-. Estaré esperando y actuaré. Solo quieres que el chofer se detenga en tu portal. Buscas que mi marido llegue a casa descontento y envidioso de tu resplandor hogareño.
     Por eso, porque te dije que si lo volvías a hacer te acordarías de mi -aunque me equivoqué, pues tu avispada mente ya no retendrá nada en su interior-. Por eso estas aquí boqueando con el palo de la fregona clavado en el gaznate.
     Tu limpiametales lo he cogido prestado. Hoy brillarán mis ventanas como nunca y nadie contemplará tus ojos asombrados -¡qué bien disimulas!- en el fondo del contenedor de la esquina.
09/12/2006

Berta en la tormenta

Había estado lloviendo todo el día, tanto, que a la hora de la salida, cuando todos se lanzaron hacia la puerta de entrada con el timbre, la desilusión empezó a prender en los rostros infantiles: imposible abandonar el colegio. Estaban en una isla. La lluvia se había ido acumulando en la calle por culpa de desagües atascados o de escasa capacidad. De la calle pasó inmediatamente a las aceras y de ahí a la escalinata del Instituto. Uno a uno el agua metódica caída a lo largo del día había ido trepando los escalones. Al hall de entrada todavía no había asomado, pero que era cuestión de tiempo.
     Por la mañana para ir a clases Berta se había puesto las zapatillas húmedas de tormenta del día anterior. Ya se secarían en clases. Todo el día estuvo revoloteando por los pasillos en los recreos, aguantando broncas, sin otro objetivo que el que se le secaran las zapatillas, o al menos se le fuera ese frío metálico de los pies.
     Y ahora, la inundación. Si el Instituto era una isla su barrio sería un continente, y aunque lograra abandonar ese templo del saber, sería imposible a todas luces alcanzar su casa, al otro lado de ese delta de calles que atravesaba a diario.
     Bordeando la pared, se acercó Berta hasta la entrada, desde donde dirigían la Directora y el Conserje, codo con codo, la diáspora. Tan ajetreados estaban que no la vieron. Tanteó entonces la temperatura del agua. Se asomó y con cuidado sacó una patita a la calle, apoyó su zapatilla áspera en el agua y, de a poco, la fue hundiendo hasta tocar el primer escalón. Bueno, la lluvia de hoy no estaba más fría que la de ayer. Diríamos que a la misma temperatura: la del metal en invierno. Sujetándose al marco de la puerta apoyó el peso de su cuerpo en el pie que ya estaba fuera y sacó el otro, que procuró apoyar delante del primero para alcanzar el segundo escalón. El agua abrazó su pantorrilla y los gemelos.
     Entonces miró hacia atrás, vió a sus compañeras que hablaban a la vez, entre ellas y con la maestra a la que llamaban palmeándola en la espalda, los brazos, las manos y la señalaban a ella en la puerta, respiró hondo para darse coraje, se dio media vuelta hacia la tormenta, y soltando la puerta comenzó a avanzar, hacia abajo y al frente, con gritos como toda despedida.
     El agua tragó sus rodillas mugrientas y subió por los muslos. Entonces, el guardapolvo mojado trepó hasta su cintura mientras la enagüita comenzó a florecer, abriéndose sobre la superficie del agua. Berta caminaba absorta sin hacer caso de las advertencias ni de los ruegos ni amenazas de los mayores. En su avance, los botones cedieron a los ojales y perdió el guardapolvo en la primera esquina. Pero a Berta pareció no importarle. Ella continuó al mismo ritmo. Libre de toda sujeción, las enaguas treparon hasta su cuello y al doblar la esquina, nos dijeron después, solo era su rostro el que avanzaba, rodeado de una guirnalda de puntillas y sus manos en alto para ayudarse sujetándose de las farolas que salían al paso o para abrazar bien fuerte alguna que otra madera que hiciera de balsa.
     Nunca más se supo de Berta.
09/12/2006

Amanece, que no es poco

Amanece, que no es poco. En el Jardín del Edén, din, don, las damas vienen y van, din don, dan.

En realidad anochece, en este Madrid silencioso y un tanto caótico. Silencioso por la noche, en este puente agosteño sin casi gente, durmiendo las obras. Madrid caótico, tanta cosa para hacer y realizarse en los pocos días de vacaciones. Nadie, nadie descansa. A dónde irán, adónde llegarán, tantos.

La gata mira. La gata espera. Se aburre. Insiste con su patita agamuzada y esos ojos de implacable indiferente. Cada quien cosecha lo que siembra. Cada quien se lo merece, casi siempre.

Yo me dejé andar, sin moverme. Ahora estoy tranquila, junto a la gata que mira y espera.

Anochece sin cesar. Las hojas del cuaderno se vuelven grises y la escritura patas de araña. El vino se agota en el vaso. Anochece. Es de noche ya. Las farolas iluminan la indefinición exterior. El bar de enfrente no abre –es agosto-- no pasa un alma por la esquina.

Quedan las rebajas. Aún nos quedan las rebajas.

La gata se esponja a lametazos. Zplaz, zplaz, sglub, slob, sgtruf.

“Hoy es siempre todavía”, aún, aún.

Splash, splash, chas chos. Splash splash. Chas Chos. Concierto de electrodomésticos. Adormecer al run run de los motores.

Interferencias. Por todas partes. Siempre. No hay forma de concentrarse. Voy, vengo. Por el camino me entretengo.

Uno... Dos... Tres... Cuatro... Cuando llegue a diez me empiezo a mover. ¿Y tú? ¿Te mueves? ¿Qué haces? ¿A qué te dedicas? No me mires así que me rompo. Incluso quizás me derrita. Voy, vengo. Por el camino me entretengo. Imposible concentrarme con tanto silencio.
agosto, 2005

Joder con la Navidad

En esta fría mañana de enero quiero, ¡Oh! Quiero, decirle al mundo que sí, que adelante.

Los árboles se han quedado pelados ahí afuera y los gatos, de noche, corren cual rayo entre los coches buscando qué comer entre la escarcha, siempre mojada, tan resbaladiza.

Es Navidad. Joder con la Navidad: Paz, Amor, Prosperidad. Deseos por cumplir y tantas promesas. ¿Y tú? ¿Dónde estás? ¿Por qué no se te ve entre tanta gente? Tantas caras unidas frente televisor que esperan el Nuevo Año ¿Dónde está la tuya?

Quemo una vela blanca para asegurarme de que aparecerás. Da igual dónde te escondas. Te encontraré.

Navidad 2003-2004

El día está gris

El día está gris. Pero desde la calle Téllez se puede ver un gran arco iris travesando el cuartel de Daloiz y Velarde, para caer en las vías de tren que llegan hasta Atocha. En las obras del aparcamiento los gatos al sol esperan, como siempre, su comida. La vida sigue, pese a todo.

Primavera 2004

Autovocabulario

Gilipondríaco
Cabizbundo
Meditabajo
Papelpable
Pensajes
Putopénico
Tentáculos de rapiña

(...to be continued)

Siendo...

Pensando
en lo que ha de ser...
no somos

Y
hablando
de lo que fuimos...
tampoco.

Cuando el viento no sopla
en mis velas, que es frecuentemente,
voy a remo.

(No recuerdo de quién es...)
09/12/2006

En Paz

Amado Nervo, México

Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, Vida,
porque nunca me diste ni esperanza fallida,
ni trabajos injustos, ni pena inmerecida;
porque veo al final de mi rudo camino
que yo fui el arquitecto de mi propio destino;
que si extraje las mieles o la hiel de las cosas,
fue porque en ellas puse hiel, o mieles sabrosas:
cuando planté rosales... ¡coseché siempre rosas!
....Cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno:
¡mas tú nunca me dijiste que mayo fuese eterno!
Hallé sin duda largas noches de mis penas,
mas no me prometiste tan sólo noches buenas
y en cambio tuve algunas ¡santamente serenas!...
Amé, fui amado, el sol acarició mi faz...
Vida, ¡nada me debes! Vida... ¡estamos en paz!

(Si. Lo sé. No he pagado derechos de autor para reproducir el poema. Pero lo hago con tanta devoción, y citando a la fuente, que no creo que sea pecado).

¿Qué significa eso de "leer con la pluma en la mano"?

(la entrada no es mía, pero el enlace de donde la cogí ya no está disponible)

Sí, buscaba una línea de guía, una estructura. Por aquella época ya escribía un poco, y leer a Faulkner me abrió los ojos a la invención formal. Y fue una idea que me excitó mucho. Además, Faulkner me dio la convicción firme de que un argumento siempre iba acompañado de una forma. No puede descuidarse el argumento. La forma no puede ser en sí una meta, un fin. Pienso que la ficción debe incluir siempre la experiencia humana. Como puedes ver, sigo siendo muy leal a la idea que de la novela tenía Faulkner.

Biografía de Faulkner: http://www.booksfactory.com/writers/faulkner_es.htm

Entrevista (colosal -el adjetivo sí es mío-) a Faulkner htttp://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/faulkner.htm

Mi espacio

Mi lugar de trabajo es satelital: todo gira en torno a una silla, que también gira, con la pantalla del ordenador como referencia y la ventana como apertura al mundo.

Habito este piso desde hace tres años y en realidad todavía no estoy segura de cuál es mi espacio personal, pero al menos éste es el que he intentado construir:

Una silla de trabajo muy cómoda: regulable en altura, con apoya brazos que se suben o bajan, se abren o se cierran. El respaldo queda fijo o basculante, más inclinado o recto. La silla tiene ruedas para moverme por la habitación y alcanzar al teléfono sin levantarme y el respaldo es de rejilla, para que no agobie en verano.

En una pared, haciendo esquina con el ventanal de 2 metros por 1 y ½ de alto, hay un mural de un metro de ancho por dos de alto, al que se fijan dos estantes bien altos y un tablero para la pantalla del ordenador, los bafles y un sujeta-libros. También cabe un flexo metálico (“lámpara Ptolomeo”), cuya pantalla gira 360º.

En los estantes de arriba tengo diccionarios y portalápices con muchos lápices, bolígrafos y rotuladores. También algún archivador con los papeles que estoy manejando últimamente y la contabilidad del mes. Parece que flotan, los estantes.

Luego tengo una mesa aerodinámica, ovalada, de 40 cm. x 1,80 m. de largo, con patas sólidas y ruedas, que acerco o alejo de la pantalla del ordenador, según quiera utilizarlo o escribir a bolígrafo. A veces la coloco justo en frente y a lo largo de la ventana para ver la calle, o la empujo debajo del tablero para dejar espacio en el cuarto (por ejemplo, cuando tengo invitados).

Junto al panel (gris, como la silla) hay un mueble modular, también con ruedas, que mide 80 cm. de largo por 55 de fondo y 65 de alto. Tiene unas divisiones que permiten guardar carpetas de pie a la izquierda y la impresora a la derecha, sobre una bandeja que se saca y se cierra según se vaya a utilizar o no. Sobre este módulo (amarillo, como la superficie de la mesa oval y las cortinillas de la ventana) está la CPU.

En la pared de enfrente hay otro mueble, blanco, de 1,20 m. de largo y 80 cm. de alto, con una balda y puertas de cristal traslúcido, donde guardo libros y material para el ordenador (cables, cartuchos de tinta, etc.). También tiene unas buenas ruedas, con frenos, pero no desplazo nunca el mueble.

Qué más… en el techo luce una hermosa bola blanca, opaca, desproporcionadamente grande y aplastada en su eje vertical, que alumbra y casi ciega la vista.

Sobre el mueble blanco descansan el teléfono, el contestador y cajas –también blancas-- traslúcidas con tapa que encierran papeles según temas.

Junto a este mueble hay un foutón colorado y azul para los huéspedes, y enfrente, junto al módulo amarillo de la impresora, un grabado de 1 x 1,20 m. Representa un bosque de árboles color pastel (turquesas, verdes, azules) dibujado con ángulos muy agudos.

En invierno enciendo la calefacción, que corre por debajo de la ventana.

Junto a la silla, en el suelo, un reposapiés negro y una papelera blanca con tapa y patitas grises. Y la gata, siempre la gata. Por todas partes, sobre el teclado, en la ventana, mirándome, fijamente. Ella manda, yo sólo pago la hipoteca.

Allí no hay agencias de viaje

En la acera de enfrente hay varias agencias de viaje. Son los únicos comercios abiertos en toda la manzana. Normal. No iba a estar abierta, por ejemplo, la peletería en esta época del año. Con la situación de alerta mundial tras los últimos atentados, parecía que el turismo entraba en crisis, pero no ha sido así. Los humanos tenemos ansias de vivir. Total por cuatro días locos que pasamos por la tierra.

Además, les digo a los fatalistas que no van a ninguna parte por miedo, además siempre puede explotarte un tren al lado cuando estás durmiendo tan tranquila en tu cama, que es lo que me pasó a mí viviendo en la calle Téllez. O te puede caer una maceta en la cabeza al salir a la calle o puedes tropezarte con una baldosa y adiós.

Mejor vivir al día, disfrutar de la compañía y del momento. Por ejemplo, hay dos farolas gemelas muy estilizadas aquí delante que por las noches dan una luz amarilla, muy pálida, para cobijar besos enamorados. Pasa un señor canoso, con coleta, musculosa blanca y sandalias. Pasa una mujer en moto, toda vestida de negro, incluso las gafas y el casco. ¡Parece un escarabajo!

Hoy el cielo está azul, con alguna pincelada de nubes. Más feliz azul si tenemos en cuenta la tormenta de anoche. Por la mañana, en cambio, el cielo se levantó goyezco: nubarrón gris espeso, tridimensional, con fondo azul intenso e hilachas de nubes blancas traspasadas por los rayos del sol. Me gusta el cielo madrileño. ¡Es tan profundo! Como estamos tan lejos del nivel del mar parece que lo tocáramos con las manos.

A vivir pues, que son dos días.
19/08/2004

Calle San Bernardo

La calle San Bernardo desemboca en la Gran Vía. En realidad continúa un poco más, hasta Santo Domingo, pero para mi esos metros no cuentan. Aunque es agosto y la mayoría de los comercios están cerrados, esto es un hervidero de gente. La Gran Vía no descansa en todo el año. Quizás lo que se aprecia es cambio de público. Mientras en Navidades abundan los autóctonos, madrileños bolingas o provincianos despistados, ahora es un desfile de idiomas de Babel. Italianos –sobre todo--, alemanes, yankies, algún francés… con ese desparpajo en la indumentaria que aporta el anonimato del extranjero.

También están los otros, aunque casi se confunden con el paisaje: los ciudadanos del este, las señoritas de allí mismo, los negros espigados y lustrosos de tan al sur que escudriñan a los cuatro puntos cardinales la aparición de la autoridad que les quite el medio de subsistencia/supervivencia. Con sus telas en el suelo y la mercadería pirateada.

Junto a los comercios tradicionales para turistas, durante los últimos años han florecido otros, brazos de cadenas internacionales –antes llamados trush— que junto con los Mac Donnalds’ dan al conjunto un aire de no importa donde estoy, esto es como en casa.

La Gran Vía tiene una ventaja adicional para mí, es un resumen de Buenos Aires: a nivel de calle es como pasear por Corrientes, ese referente de la ciudad, con cines, librerías, pizzerías. Al subir la vista me viene a la memoria la Avenida de Mayo, tan de la época colonial, monumental, decimonónica. Las cúpulas no cambian. Los balcones tampoco, Aunque los camuflen de plástico y neón por abajo.

Ya no la siento mía a esta Gran Vía madrileña. Está guapa, sí, pero tan otra, con nuevas aceras y farolas que han cambiado su fisonomía.
17/08/2004

Mesón "O'Luar"

Mesón “O’Luar”… Luna lunera para soñar. Este mesón no pega para nada con el edificio en el que está enclavado: gris, geométrico, ángulos rectos, miles de ventanas estrechas. Sólo hay algo de color apenas rojo y más azul de una aseguradora, “Reale”, que quita las ganas de soñar: decesos, multirriesgo hogar, accidentes… O’Luar es un refugio casi subterráneo. Si. Decididamente se trata de no mirar para arriba ni desde la acera de enfrente, porque en la puerta hay un farolillo la mar de resultón.

Agosto es para soñar y seguro que aquí por la noche, desde O’Luar y con la farola alumbrando, quieta la calle, consigues transportarte un instante hacia tus sueños.

Luna lunera… esta semana fue la noche más estrellada del año, pasó un cometa del que no recuerdo el nombre y se pudo ver de muchos sitios, aunque no desde Madrid: mucha luz de neón y tormenta de verano.
12/08/2004

¡Ah! Cuántas botellas

¡Ah! Cuántas botellas. En Mantequería “Lafuente” los escaparates están ocupados de lado a lado, de arriba a abajo. Qué afán por la geometría: cada botella está repetida por triplicado. Da sensación de abundancia. Busques lo que busques siempre lo encontrarás, están bien surtidos. Lo que más abunda son las botellas de vino, pero también venden whisky y cervezas.

¡Todavía tienen los precios en pesetas! ¡Pero quién compra aquí, que hace la cuenta en pesetas! Viejecitas no serán, digo yo.

Serán ejecutivos de etiqueta que gustan de comprar en las tiendas de siempre, como su padre, su abuelo. Ejecutivos que pese al traje gris o que no lo sea tanto, quieren olvidar su mundo para la cena. Ejecutivos organizados y responsables que gustan del orden, como el de esas botellas de las estanterías de los escaparates. Después, ya en casa, prescindirán de uniforme para una cena romántica: las velas, las copas y el vino Viña Ardanza, a 16,70 euros.
10/08/2004

Esquina de barrio

Esquina de barrio. Quedan pocos barrios o ya no lo son tanto como antes. Las costumbres se superponen: “Lencería Pérez”, Mantones de Manila. ¡Un sex shop! Hace veinte años había que viajar a Londres. En realidad es un bar “Top Less” y se llama “París”. ¿Cómo será por dentro? ¿Una barra americana? ¡Vaya mezcla de nacionalidades! Por fuera las ventanas y la puerta imitan el estilo oriental, la parte de arriba acaba como sombrerito redondeado con una punta. Tienen rejas, como conchas superpuestas formando una celosía.
Al lado del top less hay un bar que parece de los de siempre, con anuncio de La Casera incluido. Hace años caminé mucho por estas calles, fue cuando vivía 200 metros más arriba. Pero no recuerdo este top less. Seguro que entonces no estaba. ¿Cuántos años llevará abierto? ¿Tendrá muchos clientes? ¿Serán madrileños o turistas? ¿Será un sitio cutre o lujoso? Para lujo, no han escogido bien el barrio. Las columnas de mármol de la entrada son un poco pretenciosas.
Es estrecho —lo que da de sí la entrada— pero alargado. Tiene siete ventanas en el lateral, claro que las apariencias a veces engañan. ¿Cómo será, cómo será?
05/08/2004

Gestión de proyectos - Organización de procesos

El aprendizaje de la gestión de proyectos es útil para concretar proyectos, para crear cronogramas, para organizar todo tipo de procesos. En el terreno personal es aplicable a la organización mental de nuestros propios proyectos, para dar forma a los sueños y captar hasta qué punto son realizables con el tiempo y los medios que tenemos a nuestro alcance.

PROYECTO

Un Equipo de Proyecto es un equipo interdisciplinar que se forma para realizar una obra o actividad, durante un período concreto en el tiempo y que luego se disuelve.

Debe tener 1 jefe de Proyecto y responsables para cada subproyecto o actividad concreta.

Los objetivos y plazos iniciales nunca se cumplen…

Algunos Tipos de Proyecto destinados al fracaso:

Proyecto Ilusión. Responde a ilusiones o deseos de determinadas personas muy voluntaristas pero no cuenta con apoyos reales de las instancias superiores.

Proyecto Indefinido. El objetivo inicial se podría llegar a cumplir, es realizable, pero el proyecto es poco concreto o no se han identificado los pasos necesarios para alcanzarlo.

Proyecto Coartada. El motivo real del proyecto está poco claro o responde a intereses personales poco confesables, por ejemplo darse importancia, distraer la atención sobre otras cuestiones, etc.

Proyecto Desorganizado. El existe Jefe de Proyecto o el Jefe no tiene autoridad. Predomina el caos, la confusión, nadie toma decisiones.

Proyecto Provisional. Las decisiones difíciles se evitan demorándolas en el tiempo “hay que pensarlo”, “esto debemos consultarlo”, etc.

FASES DE UN PROYECTO

Planificación, ejecución, y entrega o puesta en marcha.

ETAPA DE PLANIFICACIÓN

En la etapa de planificación se concretan los siguientes aspectos:

• Identificación y descripción de actividades/tareas.
• Prelación de actividades (actividades que se pueden solapar o son sucesivas).
• Recursos a emplear
• Situación de las actividades/tareas en el tiempo.
• Revisión de objetivos y planificación.

PROCESO DE PLANIFICACIÓN

Un Proyecto se compone de tareas. Cada tarea debe tener un responsable. Para estimar la duración de un proyecto se utilizan “Unidades de tiempo”. Pueden ser días, semanas, horas.

Para cada Fase o tarea, determinar la duración estimada. (en días o en horas/hombre, ya que quizás poniendo a dos personas a trabajar se termina la tarea en la mitad de tiempo).
  1. Determinar la prelación de tareas (cuáles son secuenciales, cuáles paralelas y cuáles pueden ser independientes).
  2. Determinar cuáles son los tiempos de inicio y fin más tempranos o early (lo más pronto que se puede iniciar y acabar una actividad, una vez finalizadas las tareas anteriores imprescindibles para su realización).
  3. Determinar cuáles son los momentos de inicio y fin más tardíos posibles o late, (lo más tarde que se pueden empezar y acabar estas tareas sin que el proyecto sufra dilación en el tiempo).
  4. La diferencia entre los tiempos de inicio early y late son la holgura. En las tareas con mayor holgura nos podemos relajar un poco. Las tareas con menor holgura u holgura inexistente son las tareas críticas.
  5. El camino formado por las tareas críticas es el camino crítico, es decir el que determina cuánto durará el proyecto.
El objetivo de este cálculo es encontrar los puntos frágiles, en los que es importante ponerse las pilas, y otros en los que nos podemos relajar.

GRÁFICOS ÚTILES PARA GESTIONAR PROYECTOS

Matriz de responsabilidad
Diagrama de Gantt (Calendario – Cronograma)
PERT (Program Evalluation & Review Technique)
CPM (Critical Path Method)

domingo, 10 de enero de 2010

¿Y vos cuándo te vas a casar, Laurita?

Terminó de cruzar la avenida por el paso de cebra justo cuando cambiaba el semáforo. De estar sola le habría dado tiempo de más, aún le sobraban energías para correr unos metros, pero iba empujando la silla de ruedas y pensaba en el parque. Un rayo de sol entre las nubes disipó sus dudas y tras arrebujar bien a la tía en la sempiterna manta de vicuña se internó entre las acacias, apostando por veinte minutos de buen tiempo. Desde la silla, unos labios apretados bajo unos ojitos horizontales muy subidos parecían aprobar la travesura. Y traqueteando con la silla por el paseo avanzaron entre los setos podados, no muy lejos para que les diera tiempo a volver antes de que bajara la temperatura. La tía Carmen mantenía los ojos cerrados y su boca sin dientes murmuraba que pronto podrían pasear hasta tarde.
     - ¿Qué decís, tía?
     - Que está llegando el verano. ¿No sentís el olor? Es por las hojas. Cortan las ramas y las dejan ahí amontonadas. Y después se pudren.
     Olía a naturaleza viva, a microorganismos trabajando, pero abandonaron el paseo para dirigirse hacia el mirador de los jazmines, que tantas veces mencionara tía Carmen a lo largo de su vida. Estaba hacia la derecha y desde allí apenas se distinguía la calesita. Por el camino iban y venían madres empujando cochecitos y cuando pararon y ella se sentó en un banco, pegándose a su tía Carmen, el olor a pañales de la papelera atravesaba cada tanto la atmósfera.
     - Che, ¿viste que lindo el nene de Raquel? ¡Qué carita tiene! Parece un ángel. ¿Ya lo fuiste a ver?
     - ...
     - Si tía, es muy lindo. –Respondió en un suspiro, trayendo a la memoria las fotos de su hermano en el álbum familiar.
     Siempre fue escuchimizada, tía Carmen. Tenía los pies pequeños y unas pantorrillas tan delgaditas que a menudo llevaba algún hueso enyesado. Pero desde hacía unos meses, cuando se cayó en la calle por culpa de una baldosa mal nivelada y se fracturó la cadera, su volumen disminuía por semanas. La silla que alquilaron en el Seguro se le quedaba grande y los pies le colgaban sin apoyarse bien del todo en la plataforma.
     - Mirá, -le decía levantando los brazos- mirá mis muñecas. Patitas de pollo parecen. Mirá en lo que me convertí, Laurita.
     Y Laurita sujetaba las patitas de pollo y acariciaba las manos y las friccionaba con cuidado para que la tía entrara en calor y le volvieran las ganas de vivir otra vez, para conseguir que esos ojos verdes tan transparentes y hundidos brillaran aunque fuera un poco, que se iluminara apenas la luz que siempre despidieron. Porque ella, desde la muerte de su marido, no había vuelto a ser la misma.
     - Yo sin él no sé vivir, Laurita. Lo siento, pero así ya no quiero vivir más. -Laurita había adivinado las frases, porque casi no modulaba las palabras.
     - ¡Dale, tía! No digas eso. Nosotros sí que no podríamos vivir sin vos. ¡Qué cosas se te ocurren! Es porque estás atravesando una mala racha, pero ya vas a ver como pasa. Estoy segura de que pronto esta época te parecerá un sueño. ¿Por qué no aprovechás para hacer algo de eso que cuando estaba el tío no podías? Porque, algo habrá, ¿no?
     También ella debía de tener alguna frustración guardada. Estaba la de no haber tenido hijos, pero para esa ya era demasiado tarde, y ese hueco lo habíamos llenado en parte los sobrinos.
     - ¿Laura?
     - ¿Qué, tía?
     - ¿Y vos cuando te vas a casar?
     ¡Ahora le salía con esa! Ojalá pudiera contestarle algo agradable. Y que esa respuesta fuera sincera. Pero no le quería mentir. Dejó de masajear las manos de la tía y las iba a soltar, pero ella la retuvo aprisionándole los dedos, reclamando su atención. Levantó la vista y tía Carmen la miraba a los ojos, de costado, con la cabeza apoyada en el respaldo de la silla. Desde que no iba a la peluquería daba la impresión de tener menos pelo, hebras blancas que dejaban traslucir los lunares también en el cuero cabelludo.
     - ¿Cuándo te vas a casar, Laurita?
     - No lo sé, tía. No sé si me voy a casar. No tengo muy clara mi relación con Jorge, ¿sabés? Bueno, en realidad es él quien no la tiene clara. Pero para el caso es lo mismo.
     - Y, entonces, buscá otro novio.
     - ¡Pero tía, yo quiero a Jorge!
     - Pero él no te quiere a vos. ¿Por qué duda tanto? Si dos se quieren, se casan.
     Laura no pudo seguir hablando. Tenía un nudo en la garganta y le ardían los párpados.
     - Yo lo quiero a él, no quiero a otro –murmuró.
     - Yo también lo quería.
     - ¿A Jorge? ¡Tía! Si sólo lo viste tres veces.
     - A mi novio, yo lo quería.
     - ¡Ah!... al tío, te referís a cuando estabas de novia con el tío Manuel.
     - No, al tío no. Al otro, a mi novio. ¡Yo lo quería tanto! ¡Tanto! Pensé que ya no iba a querer a nadie más.
     - ¿Y quién era el otro?
     A veces costaba un poco seguirla. Mezclaba todo, historias y personajes de su niñez con situaciones de la infancia de mi madre, como cuando me preguntó si ya había visto a mi hermano, que acababa de cumplir treinta años.
     -¿De qué otro hablás, tía?
     - De mi primer novio. ¡Era tan lindo! Salimos mucho tiempo... Nos íbamos a casar. Era de la pandilla. Él me venía a buscar todas las tardes, cuando salía de trabajar. Pasaba por mi casa, saludaba a papá y nos íbamos los dos a la heladería. A veces se unían los demás de la pandilla. Los domingos. Nos juntábamos todos en la plaza. Porque los sábados preferíamos ir al cine. Los dos solos. Nos sentábamos al fondo para besarnos, cuando se apagaba la luz, muy abrazaditos.
     - ¿Y qué pasó, tía? ¿Por qué lo dejaron?
     - No sé que pasó. Un día, dijo que no lo tenía claro. Que lo tenía que pensar, dijo. Y se fue a pensar. Y no volvió. ¡Yo lo quería tanto! ¡Y era tan lindo! Y me quedé sola. Como ahora.
     Tenía los ojos secos, la tía Carmen, pero Laura lloró por las dos. La situación con Jorge estaba en un punto sin retorno. No recordaba quién de los dos había dado la primera muestra de desinterés. Ella compraba el periódico para leer juntos los clasificados por no cuestionar la búsqueda del apartamento, pero domingo tras domingo el periódico se quedaba allí, sin abrir, doblado en el alféizar de la ventana del bar.
     - Al principio dejé de salir. Todos en el barrio me señalaban con el dedo, yo pasaba y detrás de mi se iban formando grupitos y decían “miren, a esa la dejó el novio”. “¡Pobre!” decía otra. “¡Por algo será!” decía la más cretina. Marta era la más cretina.
     - ¿Quién era Marta, tía?
     - La de la esquina, la del bazar. Después de eso ya no le compramos más. Cada vez que necesitábamos algo se lo pedíamos a mi papá, y él caminaba, se iba al bazar de la placita y compraba el encargo: platos, vasos, lo que fuera. Harina, aceite... lo traía él y no entrábamos a lo de Marta.
     -¿Y después? ¿Cómo conociste al tío?
     - ¡Lo extraño tanto, al tío! Entonces yo era joven. Me quiero morir, Laurita, yo ya no sé que hacer con mi tiempo. ¡Aquí sentada! Vos tendrías que ir con gente de tu edad. Y a ese Jorge, ¡Al diablo que se vaya! Vos sos linda, inteligente, tenés trabajo. No lo necesitás para nada.
     - Yo tampoco sé vivir sin él, tía.
     - ¡No digas pavadas! No sé vivir sin él, no sé vivir sin él. ¿Qué sabrás vos lo que es no saber vivir? Cuando yo era joven era diferente: una chica bien no salía sola a la calle, tenía que esperar a que los chicos la invitasen a salir. Ahora es más fácil.
     No tenía ningunas ganas de escuchar reproches. No quería ningún “vos que sabés lo que es sufrir de verdad” ni escuchar lamentos de emigrante. Pero no, la tía Carmen no iba por ahí. Como siempre votaba por la vida, aunque fuera por la mía y no la suya.
     - Él me miraba.
     - ¿Quién te miraba?
     Una nueva persona emergía ante mis ojos. Una mujer. Hasta ahora nunca me había parado a pensar que tía Carmen, además de su papel de tía abuela que preparaba las tortas de todos los cumpleaños, tenía una vida propia que comenzaba mucho antes de pasar a formar parte de la familia.
     - Manuel me miraba. Yo iba a tomar mate a Macabi, al club. Iba los domingos con mi papá y con mi mamá. Una vez en el club me juntaba con mis amigas.
     - Ah, ¿sí? ¿Y tenías muchas amigas?
     - Muchas no, pero nos juntábamos. Estaban casi todas casadas y tenían chicos que corrían y gritaban alrededor, pero eran buenos chicos. Y después se empezaron a juntar también los maridos. Manuel era el primo de alguien... Ché, no me puedo acordar ahora. ¡De quién era! ¡Pero! Si ahora somos de la misma familia me debería acordar...
     - No importa, tía, seguí contándome. Entonces, el tío Manuel te miraba. ¿Cuántos años tenías entonces?
     - Y... veintisiete tenía. ¿O veintiocho...?
     El aroma de los jazmines empezó a llegar hasta nosotras: el sol de la tarde nos abandonaba instalándose el aire húmedo. La tía jugaba con los flecos de la manta, el viento le estaba dando en el cuello y la manta tenía unos cuantos agujeros, pero a ella le gustaba porque era livianita. Aparté sus manos y la arrebujé bien otra vez.
     - No, a los veintiocho fue la fiesta de compromiso. Y a los veintinueve nos casamos. Yo llevaba un vestido blanco de manga corta, abuchonada. Y era de encaje, con una cola pequeña y un velo muy grande que en la fiesta me lo saqué para bailar.
     - Pero cuando lo conociste tenías veintisiete, ¿no? Y él te miraba. ¿Y vos que hacías?
     - Yo nada. ¿Qué iba a hacer? Después se empezó a acercar, y un día se sentó al lado mío y hablamos, y me dijo que al volver del trabajo pasaba por mi casa, que si yo quería me pasaba a visitar.
     - ¿Y?
     - ¿Y qué? ¡Y ya está! Vino a casa, que es lo que se hacía entonces, hablar con los padres para que den permiso, y empezamos a salir. Y después nos enamoramos. Y nos casamos.
     Las luces se encendieron. En la tranquilidad del parque se escuchaban, cada tanto, las bocinas de los coches. La tía se había quedado en silencio, siguiendo con la mirada a las parejas que abandonaban el parque con desgana y a los oficinistas deseosos de llegar a casa.
     - Tía.
     - ¿Qué?
     - Después de conocer al tío, ¿tenías ganas de casarte con él, o seguías prefiriendo a tu primer novio?
     - Y.... yo de él no me olvidé nunca, lo quería mucho.
     - Pero, después de todo este tiempo, ¿te arrepentís de haberte casado con el tío? Quiero decir, al final, ¿A quién quisiste más?
     - ¡Ay! No sé, nena. ¡Mirá las preguntas que hacés! A mi primer novio yo lo quería mucho y era muy, muy lindo. Pero con él no me casé. Y yo sin el tío no sé vivir.
     La abracé, apretando su espalda. Luego tomé sus dedos rebeldes entre mis manos para esconderlos bajo el refugio de lana. Me levanté y desandamos el camino. La tía no dijo nada más, sus lágrimas brotaron, por fin, sin quejas. Yo dirigí la silla con firmeza de vuelta y al entrar al ascensor ya no lloraba. En su casa, le besé las mejillas y la sal de su rostro se mezcló con la de mis lágrimas. La muchacha, desde la cocina, nos miraba.

Publicado en el libro de relatos colectivo “Cuentos para leer en viajes cortos”, ed. Dragontinas, Madrid, diciembre de 2003.

El camaleón que al final no sabía de qué color ponerse

Con la venia de Monterroso

Un martes hacia finales del invierno

Aquella mañana Nicolás, que está blanco, llama a la puerta y se entretiene jugando con el sombrero. Luego pasa y se tumba, mientras se pone a cuadros, a juego con el diván.
     –Lo noto un poco alterado, Nicolás, ¿qué le ocurre?
     –Anoche tuve un sueño.
     –¿Ah sí? ¿Por qué no me lo cuenta?
     –Bueno. Allá va: soñé que llovía. Había estado lloviendo toda la mañana. Tanto, que había anidado en la corteza de un árbol. Al caer el sol, la humedad hace presa de mis articulaciones y bajo a tierra. Voy avanzando entre el barro y cuando llego al césped llovizna otra vez. Acorde a las circunstancias, muto de marrón a verde oscuro. Más adelante, al pisar las baldosas mojadas del patio de la casa me vuelvo, alternativamente, color mostaza o teja, según el cuadrado que en ese momento estuviera atravesando.
     –¿Eso es todo?
     –¡Nooo! El sueño sigue: la tormenta arreciaba y yo hacía esfuerzos parte en avanzar de prisa, parte en cambiar de color. Ya casi llegaba al garaje, donde al fin podría guarecerme de los truenos. El suelo parecía de cemento y me preparé para volverme gris. Pero entonces, justo al levantar la pata izquierda, un relámpago iluminó de rojo la superficie mojada y decidí ponerme colorado, tirando a plata.
     Iba chapoteando y ya casi había apoyado la mano en esa superficie áspera, cuando alguien en la casa encendió una luz, y a través de la cortina amarilla el garaje se me antojó un tono como beige. Respiré, aliviado por haberme dado cuenta a tiempo, y me iba a poner de ocre cuando apagaron la luz y se hizo la oscuridad.
     –Continúe, continúe. Lo escucho. ¿Qué pasó después?
     –Me ahogué.
     –¿Cómo?
     –Que me ahogué. Debería haber pensado en negro, ¿a qué sí? De noche, siempre hay que pensar en oscuro. Pero no me dio tiempo y me ahogué.
     –¿Y a usted qué le sugiere? ¿De qué color cree que se debería haber puesto?
     –Me recuerda a mi mamá. Ella siempre insistía en que me camuflara. Pero si me camuflo, no avanzo; y si avanzo no me da tiempo a andar pensando en disfraces. Además, el negro no me habría salvado de morir ahogado. Podría haber llegado al garaje sin problemas si no hubiese perdido el tiempo en estar mudando de color. ¡Esto no es vida! ¿Por qué no puedo ir siempre en... por ejemplo... tonos pastel? A mí me gusta.
     –Tranquilícese, hombre. Es sólo un sueño.
     –Ya, pero esto no funciona.
     –Procure relajarse, y disfrute. Ya continuaremos con el sueño en la próxima sesión. Parece tener mucho más de lo que aparenta.

Nicolás no sabía qué hacer. Por más que daba y daba vueltas en su encrestada cabecita, no sabía cómo salir del embrollo. De eso hacía ya algún tiempo. ¿Mucho o poco? Eso depende del reloj con que se mida, amigo. Pongamos, para entendernos, que habían transcurrido unos meses.
     A su novia, la conoció una tarde de primavera en el jardín de la esquina. Era un día estupendo y Nicolás estaba feliz porque podía pasear entre las flores y echarse siestas rosadas, violetas, tornasoladas. Entonces la vio. Ahí estaba ella, Carlota –aunque entonces desconocía su nombre– tomando el sol con sus amigas en el bordillo de la acera. Enseguida congeniaron y al poco tiempo ya quedaban para comer y hacer juntos la digestión tumbados en la barandilla que cercaba las flores.
     ¡Era tan guapa, Carlota! Era otra flor entre las flores, y Nicolás mutaba en el color de Carlota y Carlota en el suyo y de lejos eran uno solo, se murmuraba.

Otro martes, ya entrada la primavera

–Me parece que usted tiene algún problema con los colores.
     –¿Usted cree? Bueno, siempre puedo ponerme transparente. Aunque, a decir verdad, no creo que solucionara el problema. ¡Yo no puedo seguir así!
     –Vamos a ver. Cálmese ¿Qué tienen de malo los colores?
     –No son los colores. Es Carlota. No, tampoco es Carlota. ¡Snif! Soy yo, bueno somos los dos. ¡Buaaaahhhhh!
     –Perdone, pero no entiendo nada.
     –Tan enamorados estamos que una tarde nos escabullimos de la gente, buscando intimidad. Yo ya me había percatado de que algo no andaba bien. En general quedábamos a la hora de la siesta. Pero una vez que el encuentro se prolongó más de lo habitual, pasamos juntos a la sombra, bajo una piedra. Carlota ya no era la misma. Ya no era la chica radiante que había conocido. Me desilusionó un poco y ella lo debió notar, porque al momento palideció. Y claro, con el disgusto yo también me volví gris y creo que la decepcioné a ella.
     –Disculpe, pero no veo nada anormal en lo que me está contando. Todos nos adaptamos al entorno.
     –¡Un momento, joder! ¡Que no he terminado! Le decía que yo notaba que algo iba mal. Pero desde entonces procuré quedar siempre para comer y después de un rato me marchaba. El sistema funcionó y olvidé el incidente. Ahí fue cuando decidimos profundizar en la relación. Una tarde, nos apartamos buscando nuestro nidito de amor.
     –¡Estupendo! ¿Cuál es el problema?
     –Algo va mal.
     –¿Qué es lo que va mal?
     –Yo.
     –¿Usted?
     –Si, yo... No, no... No puedo.
     –¿No puede qué?
     –Hacerlo. No se me para. No me pone. Yo, quererla la quiero, pero en la oscuridad está tan mustia, que no puedo. Y mire que lo intento. Cierro los ojos y procuro imaginar que estamos a la luz del día y Carlota iluminada, con una margarita pintada en el ombligo y claveles por la espalda. Pero me emociono, abro los ojos y la veo otra vez ¡Tan gris! ¡Tan, tan apagada! Entonces no hay forma. Carlota está muy disgustada, piensa que la rechazo. ¿Qué puedo hacer, doctor?
     –Vaya. Pues sí, parece que tenemos un problema. Bueno, ya seguiremos hablando de esto otro día. Buenas tardes.

Por la calle iba un Nicolás cabizbajo. Círculos de colores bordeaban sus escamas. Pensando en Carlota, las espirales violetas, amarillas, naranjas giraban sin parar aumentando de tamaño y cruzándose en un caos. Al pasar por la pescadería se disfrazó de cangrejo y casi acaba en una bandeja entre la escarcha. Se puso azul y con estrellas plateadas. El arco iris lo atravesó siete veces desde la cresta hasta la cola. Puso lunares verdes que estallaban amarillos sobre el blanco de su cabeza; y triángulos naranjas sobre azul que giraban hacia atrás por el lomo y le recorrían el rabo para desaparecer sobre su rastro en la acera. Al final, agotado, disimuló su palidez contra un buzón, a la sombra de unos hierbajos del camino.

También martes y la primavera continúa

–Lo noto verde. ¿Qué le ocurre, Nicolás?
     –Estoy practicando. Me he apuntado a yoga.
     –¿Ah sí? ¿No me diga? ¿Y cómo es que le ha dado ahora por el yoga?
     –Verá: es cuestión de concentración. Se trata de buscar un color, interiorizarlo, y dejar la mente en blanco. Entonces se alcanza el nirvana, que es la relajación absoluta, y el color que escogimos permanece.
     –¡Ahhh! Ya le decía yo que usted tenía un problema con los colores. ¿Lo recuerda?
     –¿Los colores? Mi problema es otro: Carlota. Quiero iniciarla en la cromogenia. Además, si consigo mantener un color que a ella le guste, ella estará contenta, o sea colorida. Entonces, mi socio se animará y la relación con Carlota llegará a buen puerto.
     –Entiendo. Y... ¿Funciona?
     –De momento, no. Dice que por qué no me mimetizo con la naturaleza como los demás. Por ahora, todo el peso de la relación recae en mis espaldas.
     –¡Hombre! En cuestiones de pareja, el problema siempre es de los dos.
     –Es que cuando consigo mantener una tonalidad, Carlota se piensa que es porque no le presto atención. Se sale con “¡No me estás escuchando!” o “¡Tu siempre a tu bola!”.
     –¡Qué barbaridad! ¿Y no le ha explicado lo importante que es para usted la manifestación cromática?
     –No me ha dado tiempo, ¡snif!. Se levantó y se fue. ¡Snif, snif! Dice que es para siempre. No quiere hablar conmigo.
     –Esto le va a traer repercusiones. No se preocupe, vaya tranquilo: lo trataremos en su momento.

Por las noches, Nicolás trepa a un aromo. Allí arriba, entre las hojas más altas, practica la iridiscencia. Lamento silente de estallidos luminosos. Verde-amarillo-naranja-rojo-violeta-azul-verde-amarillo. Titila, Nicolás; y derrama una lágrima —turquesa— que va a caer al vacío. La gota gira y gira, pero se evapora antes de tocar la tierra. Carlota, que concilia el sueño allá abajo, cree distinguir una estrella fugaz y pide un deseo.

Publicado en el libro colectivo “Historias de amor y desamor”, Trivium Proyecto Editorial, Madrid, 2001.

¡Soo! Perro, quieto ahí

Tuvo que beber a cuatro patas. Todos reían con crueldad. Tanto alboroto armaban que también las chicas se acercaron a mirar y a burlarse. Él supuso que Martita estaba allí y eso le daba mucha vergüenza. ¿Se estaría riendo ella también? Si estuviera seguro de que no había venido, soportaría la penitencia con más facilidad, pero para asegurarse tenía que levantar la vista de la fuente y mirar alrededor y no estaba dispuesto a enfrentarse a nadie en esas circunstancias. Por el rabillo del ojo adivinaba los bultos multicolores saltando al ritmo de las palmas. Las voces de la izquierda eran de chico y las del otro lado de chica, y los colorines de las faldas se abrían y cerraban con los golpes de aire a cada salto. ¡Pensar que en otro momento habría disfrutado de su posición privilegiada a ras de suelo! Pero hoy se sentía humillado. ¿Hasta cuándo pensaban seguir con la gracia? Habían establecido diez minutos. Él dijo que cinco eran suficientes, pero como estaba en franca minoría no le quedó más remedio que aceptar.
     Podía simular, hacer creer que él también se divertía con la broma y girar dando saltos como un cachorro para ver si localizaba a Martita, y de paso mirar debajo de las faldas para que se fueran de una vez. Pero la correa que sujetaba Manuel le dolía en el cuello. ¡Qué vergüenza! Tomar la iniciativa y que le gritara “¡soo! Perro. Quieto ahí”. ¿cuánto tiempo faltaba? No tenía reloj, y aunque lo hubiera tenido no iba a intentar mirarlo. Y las chicas ¿no tienen nada que hacer? Si ellas se van a lo suyo, la cosa pierde gracia y seguro que dan la prenda por terminada.
     Lo insufrible es que pasen los diez minutos aquí y me tenga que levantar delante de todos. Porque vamos a ver. ¿Qué digo?: “Hola”. No. Imposible. No puedo decir “Hola” como si acabara de llegar porque todos me estaban mirando ahí a cuatro patas bebiendo agua de la fuente como un perro. ¿Cuánto faltará? Se me está agarrotando la lengua de tanto lamer agua sucia y además me salpico la cara y tengo que cerrar los ojos y ya no puedo ver si distingo a Martita.
     Además, no puedo ponerme de pie y decir “Hola” porque, si en eso veo a Martita, me quedo sin habla y hago el ridículo, pero de pie. No. Martita no se reiría de mí. Ella seguro que se alejaba para no presenciar mi vergüenza.
     Todo por chulo, por presumir de que era el más rápido y de que como tengo las piernas más largas podía llegar el primero al descampado. ¿Cómo iba a adivinar que el papá de Jorge era deportista y se lo llevaba a entrenar todos los domingos? “Fijad vosotros la penitencia, yo no me quiero aprovechar”. Por gilipollas, por eso estoy aquí, con el culo de los pantalones gastados hacia arriba y bebiendo agua sucia como un perro.
     ¡Eh! ¿Qué pasa?, que no tire de la correa que me ahogo. “¡Eh, tú!, animal, que ya han pasado los diez minutos, ¡levántate!”. Sí, ¡tu padre se va a levantar en medio de la plaza y con las chicas alrededor! De eso nada. ¿Qué hago? Rápido, tengo que pensar algo... ¡Oh! Ya no saltan... ¡Qué silencio!... Se oyen risitas... Y bueno, yo me levanto y que sea lo que Dios quiera... No me voy a quedar aquí hasta mañana.
     “Gamberros, que sois unos gamberros”... Esa voz... ¡Martita!... ¡Está aquí!... No me levanto nada... Mejor me largo... “GUAU GUAU ¡Cuidado que muerdo! GUAU GUAU ¡Que te quites te digo! GUAU GUAU ¡Que muerdo! GRRR... ¡Que te marco la pantorrilla!... GUAU GUAU...”
     “Ahhh!... ¡Cuidado!...” “Está loco...” se oyó por la derecha. “¡Aaaay!... ¡Socorro!...” “Vámonos...” sugerían al unísono las voces por la izquierda.
     Un silencio repentino quebró el alboroto y entonces solos, con Martita, abandonaron –mudos- la plaza.

Publicado en el libro colectivo “Cuentos para leer en el metro”, ed. Catriel, Madrid, 1999.

Quisiera que ya no fuese tarde

Nunca llegaría abajo. Balanceándose escalón a escalón, con el bolso en una mano y la gabardina bajo el brazo, Claudia sintió que se ahogaba. En un último esfuerzo, había cogido la tarjeta de “tránsito” para aventurarse en el edificio del aeropuerto de Recife, donde el aire era un poco más respirable.
     Ya había esquivado a dos operarios que barrían los pasillos con unos escobones de un metro de ancho, ignorando a los viajeros que cruzaban torpes de sueño, y sólo deseaba llegar a Madrid para quitarse la ropa; fuera el cinturón, abajo cremallera, pantalones y esas medias, que no dejan respirar los pies. Entonces, sin zapatos, se abandonaría con el suspiro que llevaba encerrado desde que salió de Ezeiza. Siempre era lo mismo; al partir, se quedaba sin voz. Volver por un mes o quince días, nunca era suficiente.
     Aquí nadie la conocía, así que se sentó al final de una hilera de sillas naranjas para estirar las piernas y echando la cabeza hacia atrás liberó su mente embotada. Estaba reviviendo las últimas horas en Buenos Aires: personas de las que no se despidió, diálogos interrumpidos o a destiempo y atolondrados ante la evidencia de una nueva partida. Amaneceres de garganta seca por esas palabras que salían de sus labios y resonaban en el bar como el oleaje en una caracola. Desvelada sin remedio por la cafeína, de vuelta a casa en un taxi desvencijado que traqueteba como el tambor de un soldadito a cuerda. Retazos de recuerdos en una nube que se confunde con la niebla de esta otra madrugada, lejana y diferente, de aeropuerto en servicios mínimos, cristal, plástico, neón y oscuridad prestada de Recife.
     Se incorporó para desentumecerse y sacudió la cabeza apartando los cabellos de la cara y de paso también las apremiantes visiones. Al arrellanarse otra vez en el asiento ya no sabe qué es realidad y qué una trampa de sus sentidos. Cree reconocer la figura de un hombre con gabán que cruza la sala como una aparición a unos diez metros de ella, con las manos en los bolsillos, y se pega a un cristal a mirar la noche. El hombre está serio, su corte de pelo es clásico, pero el porte es el mismo. Claudia ve en él al estudiante de cabello revuelto, risa amplia de ojos achinados y orejas aleteando al ritmo de la carcajada. Entonces, su respiración cesa un instante y se duplica el palpitar de su corazón.
     Es primero su piel la que recuerda el tacto de esas manos, manos anchas de uñas cortas, intrépidas, campechanas, que la envolvían con firmeza y la rozaban tocando sólo el aire. Se recordó hundiendo el rostro en su cuello al compás de húmedos “te quiero”, mientras sus manos bordeaban los anchos hombros para recorrerle la espalda, estrechándolo; ella murmurando a su pecho “espérame” y él “te iré a buscar”, dentro de la blusa. Y revivió el calor de los abrazos cuando contaban las horas robadas al sueño en el zaguán.
     Parpadeó, mientras se peinaba con las manos. Se le parecía demasiado, ¡tenía que ser él! Aprisionó sus pies en los botines, levantó el cuello de la camisa por debajo del jersey, y mejorando su postura imaginó el próximo encuentro. ¿Qué habría sido de Joaquín todos estos años?
     A través de amigos comunes había sabido que estudiaba medicina, pero después las cartas se espaciaron, y aunque se las había ingeniado para hacerle llegar su dirección en Madrid, él nunca le escribió. ¿Cuánto tiempo habría pensado en ella?, ¿cuándo se habría enamorado otra vez?, ¿se le aparecería su imagen ante cada nuevo amor, confundiéndolo, como le pasaba a ella? Pero, ¿de dónde vendría ahora?, ¿a dónde iría?, ¿en qué estaría pensando en este instante? A lo mejor no viajaba solo, mejor se daba prisa. Se levantó, con bolso y gabardina una vez más, y se acercó bordeando los asientos, siguiendo el cristal.
     Él la descubrió a unos pasos de distancia y se quedó mirándola, sin moverse; quizás rebuscando en su memoria un rostro familiar como el que se acercaba, sonriente e indeciso, que levanta una mano y lo saluda mientras ladea un poco la cabeza. Y fue a su encuentro.
     ¡Vaya! Se alegra de verla. Joaquín viene de Nueva York, donde vive, y va de camino a Buenos Aires para ver a sus padres. Tienen una hora corta para hablar. ¿Será bastante? Chocan sus miradas buscando preguntas, respuestas a esas preguntas y a otras nuevas. Se tocan, se alejan, se miran, se vuelven a acercar, Claudia suspira y le revuelve un poco los cabellos, ya domados y algo blancos, Joaquín sonríe rasgando su mirada y le acaricia el cansancio en los ojos. Finalmente se abrazan encerrando con ellos los años de zozobra.
     Claudia se dice que quizás si cierra los ojos y desea algo con mucha intensidad se cumpla, y piensa: “deseo... dedeo estar en otro tiempo, en otro lugar, que este instante no se acabe nunca, que Joaquín me quiera para siempre, que no tenga otra vida hecha, que a mí ya no me importe la mía y la quiera cambiar por ésta de ahora mismo, y que ya no sea tarde”.

Publicado en el libro colectivo “Qué mala suerte tengo con los hombres”, ed. Catriel, Madrid, 1997.

Una confidencia particular

María, Cariño. Es tarde y estaréis durmiendo. A estas horas de la madrugada en que sólo circulan unos pocos rezagados y los camioneros pasan la noche en el área de descanso, he parado a echar gasolina. ¡Por dónde empezar! Sí, ya sé: soy cobarde. Siempre me lo has dicho. Por eso he decidido escribirte una carta.

     Quizás me sea más fácil haciendo un poco de historia. ¿Recuerdas? Porque yo lo recuerdo perfectamente, aquella tarde en el 78, en casa de tus padres, también tuya por entonces. Escondía en el bolsillo el pañuelo como un churro de tanto secarme el sudor de las manos antes de tocar el timbre. ¡Por fin me habías dicho que sí! Y ahí estaba yo, pidiendo la bendición de tus padres, para fijar la fecha de la boda de acuerdo con tu familia.
     Cumplidas las formalidades de la presentación, el vermut que me ofreció el futuro suegro y un breve discurso acerca de mi origen y aspiraciones en la vida, pasamos al comedor. Del menú sólo quedó grabado en mi memoria el primer plato: aguacate con gambas coronado con salsa rosa. Te miré, solícita frente a mí. En silencio, cogí el tenedor y me llevé un trozo de aguacate a la boca, y tras masticarlo me lo tragué.
     Blanco de todas las miradas, pendiente sólo de la tuya, exclamé: “¡Mmmm...! Delicioso. Realmente delicioso. Doña Carmen, veo que los rumores sobre su habilidad en la cocina no son infundados”. Le gustó a tu madre mi cumplido: “¿De verdad, te gusta?” Tu sonrisa me dio valor, y añadí: “Me encantan los aguacates, pero además ésta es la mejor salsa rosa que he probado en mi vida”.
     Y pasé el examen, claro. Y nos casamos.
     De los preparativos de la boda os encargasteis las mujeres. Que si las invitaciones, escoger la iglesia, el salón, la música y el menú del convite. De primero, ensalada de mariscos con aguacate.
     Un día de primavera, al entrar en casa para almorzar, como siempre, me llegó el olor inconfundible del ketchup con el que se prepara la salsa rosa y comprendí qué había de primero. Abonabas de esta forma el terreno para darme una buena noticia: “Cariño, estoy embarazada”.
     Pasó el tiempo, creció la familia, tuvimos épocas buenas, ¿verdad?, y otras no tanto. Las buenas eran festejadas con variaciones del plato estrella: aguacate con gambas.
     Dentro de unas horas te levantarás como de costumbre a preparar el desayuno de los niños. Yo no estaré y encontrarás, María, este fax que te envío desde el coche. Porque quisiera antes de partir hacerte una confesión: odio los aguacates, no soporto la salsa rosa. ¿Podrás perdonarme estos años de mentiras? Nunca encontré la oportunidad de explicártelo sin hacerte daño. Temí empañar momentos tan señalados con comentarios sobre la comida, y luego no me parecía importante. Pero cuando esta tarde encontré tu mensaje en el Buzón de Voz, pidiéndome que regresara temprano, que me tenías preparada una sorpresa para la cena, se me fue el apetito.
     Tu marido que te quiere, Carlos.
P.D.: No me esperes para cenar.

Publicado en el Nº 8 de la revista Línea Móvil, ed. Telefónica Móviles, Madrid, julio 1996.

Añorando a Berta

Maraña de crías asustadas en el patio. Berridos histéricos de excitación infantil, zapatos marrones polvorientos albergaban piecitos en azul Ciudadela. Calcetines caídos, rodillas lastimadas, guardapolvo blanco –Palomita– con el lazo deshecho. Por la mañana tieso de almidón, pero a esa hora daba igual. Largas trenzas a los lados, vincha blanca para esconder las orejas y las bolitas de plástico que, encerradas en una gomita, sujetaban fuerte las puntas del cabello, balanceándose locas sin ton ni son.
     Una maestra nos mantenía agrupadas como a un rebaño de ovejas: niña no te vayas, tú ven aquí. Otra salió a la carrera a pedir ayuda y empezó un ir y venir de adultos, que cruzaban el patio en diagonal, chocándose o haciendo corrillos cada tanto para intercambiar ideas.
     “...Eva María se fue, buscando el sol en la playa...” cantaba Lorena que era muy audaz y como se las daba de mayor se había apartado un poco.
     No queríamos volver a clase. Yo nunca había visto una tragedia tan de cerca. Pensaba que me podía haber muerto junto a todas mis compañeras y con mi maestra, que era tan buena y hacía la “o” tan redonda en la pizarra.
     Hablaban de llamar a los bomberos y de que vendría la policía también. ¡Entonces, nos iban a meter presas! Yo no podía tener más miedo. La comisaría estaba a la vuelta de mi casa y de noche los gritos volaban hasta las azoteas, colándose por las ventanas del edificio. A veces parecía la voz de mi padre y yo no me podía dormir y me iba a su habitación para comprobar que él estaba. ¿Quiénes gritaban tanto ahí abajo? ¿Por qué les pegaban? ¿Le harían daño a mi maestra por dejar que se prendiera fuego en la clase?
     Berta había notado que algo andaba mal con la estufa de keroseno, pero no dijo nada. Primero para que no la apagasen, porque estaba harta de pasar frío en su casa, después porque tenía miedo de que le echaran la culpa a ella, como pasaba siempre.
     Venía del Norte, Berta. Era como una cabra montesa. La comprabas con una golosina cualquiera y la tenías a tu lado, fiel y dócil como hay pocas, pero no sabía moverse entre cuatro paredes. Nos pisaba al caminar, se le rompían las tizas al escribir en la pizarra, volcaba los vasos con agua de un codazo.
     Descubrir su llanto y las llamaradas fue todo uno. El cubo de agua que lanzó la madre superiora en su afán de ser útil y salvar la escuela se convirtió en una lluvia de chispas de colores, que se multiplicaba como nuestros gritos desde el patio. Después, el colegio olía igual que almacén de carbonero, a bizcocho quemado, televisor fundido, y la clase ennegrecida era un gran charco de agua que la chica de la cocina barría entre los pupitres hacia el patio.
     Y Berta desapareció. En Dirección no estaba. Con el alboroto, a mi maestra se le olvidó ponerla en penitencia por si acaso contra una pared. Apagado el fuego y una vez que comprobaron que no había ningún herido, nos hicieron recorrer el colegio de cabo a rabo buscando a nuestra compañera. A medida que se agotaban las expectativas nos empezamos a asomar a las clases, pidiendo “permiso señorita, buscamos a Berta” y dando las gracias después. Desde otros cursos se juntaban, rizos contra coletas, los pares de ojos en las ventanas, contemplándonos envidiosos, tan ajetreadas por los pasillos, buscando a Berta que no aparecía.
     Miramos también en los lavabos, donde solía esconderse cuando, al meter la pata muy gordo, todas le volvíamos la espalda. Pero tampoco estaba.
     Las monjitas reunidas en su Biblioteca mandaron decir que no tenían noticias de ella desde el día anterior. El incendio se desató tan temprano que Berta no tuvo tiempo de equivocarse en nada.
     Cuando la mañana gris se acercaba imperturbable a un negro mediodía, nos juntaron con las de 4º y su maestra, mientras mi señorita, la directora y la madre superiora se encaminaban a casa de Berta, por si ella había escapado para volver con su madre. Pero yo creo que si Berta se hubiera escapado, lo habría hecho de verdad, para siempre. En su casa le habrían dado una paliza triple, más grande que en la comisaría. Una por escaparse, otra por el incendio y otra para que no olvidara la lección.
     Nunca más se habló de Berta.

Publicado en el Nº 2 de la revista bilingüe “Short Stories Magazine”, ed. Atlantic Group, Madrid, febrero 1996.

Nada tenía sentido

Esa tarde Numen se peleó con el gato, y como después de todo él era el dueño de la casa, ella hizo las maletas y se marchó. Ya encontraría otro lugar donde no hubiera animales molestos captando su presencia por los rincones. Pot fue implacable: no la quería bajo el mismo techo. Porque desde su aparición, Marcos lo ignoraba, ya no jugaba con él. Y no sólo era eso. Pot la sentía, pero le era imposible concretar su figura. Al principio pensó que se burlaban de él, que alguien le rozaba el lomo a contrapelo y se escondía, y aunque él saltara como un resorte nunca descubrió quién era. En la vastedad de sus dominios se sabía acompañado. Numen lo inundaba todo, la casa entera estaba impregnada de ella. Por eso cuando se decidió a expulsarla, arrasó de lleno. Y la encontró ¡vaya si la encontró!, tal como suponía, estaba durmiendo entre los papeles. Fue el último lugar objeto de su ataque, porque sabía que Marcos era muy celoso de ese rincón, era intocable. Él podía jugar y corretear a placer, pero nunca en la mesa de trabajo.
     Pot consideró que esta vez la causa era justificada, y al saltar por la mesa dando zarpazos, sintió que la musa se revolvía de furia, dio vueltas a su alrededor, pero no pudo evitar el destrozo. Al descubrir que el manuscrito era su punto débil, Pot se ensañó con él hasta que su sexto sentido le dijo que Numen se había marchado. Entonces se tumbó a dormir esperando a Marcos.

Cuando Marcos llegó a casa, no pudo hablar de la impresión. Ni que la brigada antidisturbios hubiera hecho una redada buscando terroristas. Pot se había hecho un mullido colchón con su manuscrito debajo de la mesa y lo miraba desafiante.
     En una fracción de segundo, Marcos pasó revista a sus actos por la mañana: estaba seguro de haberse ocupado de Pot. ¡Él siempre se lo recordaba! Después de ponerle un suculento plato de pescado con verduras junto al recipiente de agua fresca, le cambió su caja de arena, y ahora que lo recordaba también le había convidado queso de su propio desayuno. Era inexplicable. Y lanzándole miradas de odio, comenzó a poner orden en sus cosas pensando que tendría que consultar con un psicólogo para gatos.
     Levantó sillas, sacudió y colocó cojines, barrió los trozos de ceniceros y vasos esparcidos por el suelo y, armándose de paciencia, se dispuso a privar a Pot de su nuevo lecho. Tras unos cuantos zarpazos y maldiciones, se hizo con los papeles y se instaló ante la mesa de trabajo. Ese amasijo de folios arrugados, con arañazos y mordiscos, amén de pisoteados por meticulosas patitas, era el libro casi acabado que esperaban en la editorial dentro de dos días. ¡Maldito Pot! Tendría que rescribir páginas enteras.
     Con cuidado para no romperlas todavía más, fue alisando las hojas de papel. Eso le llevó bastante tiempo. Cuando hubo acabado, cogió unos cuantos libros de la estantería y los puso encima de su maltrecha obra. Entonces fue resoplando a la cocina y sacó de la nevera una de las cervezas del fondo, de ésas que salen con el hielo pegado, volvió al salón y se dejó caer en el sofá, con la lata de cerveza en una mano y un cigarro en la otra. Ni ganas de comer tenía. El único aliciente encontrado para acabar el libro era la idea de que entonces se podría ir de vacaciones. En otoño, la playa desierta, horas y horas ante el gris eterno del mar, oyendo el rumor del oleaje entre el viento, respirando la humedad fría de la arena tras la ropa. Sin obligaciones, ni plazos, ni entregas, ni finales, ni nada. Sólo el mar y la arena, el pescadito adobado y el fino con aceitunas.
     Pero ahora era preferible borrar esas ideas de la cabeza. Aunque Pot estuvo a punto de descalabrar sus planes, aún estaba a tiempo de arreglarlo. ¡Eso suponía! Mejor echar una ojeada a su creación. Después de todo, quizá lo más grave fuese tener que hacer el ridículo de entregar el texto en esas condiciones, ya que no tenía tiempo de pasarlo a limpio. Se imaginaba la frasecita sardónica de su agente: “...si te hubieras decidido por el ordenador...”.
     Abandonando la lata y el cenicero junto al sillón, fue hasta el escritorio con paso cansino. Primero ordenó las páginas –las que estaban numeradas-; hizo otra pila con las que le faltaba un pedazo –justo aquel que tenía el número- pero el texto estaba completo. Apartó esos dos montones y se afanó con el resto, con los “imposibles” trozos de rompecabezas en que se había convertido su relato.
     Los fue uniendo por la forma y avanzó bastante; luego por el texto, pero nada tenía sentido. Tras leer media frase, recordaba que al escribirla le pareció sublime, pero ahora carecía de lógica, no encontraba coherencia en ningún final probable en los otros trozos de papel.
     Aquello no le gustaba. Se levantó una vez más con los dos montones de páginas numeradas y sin numerar y se fue al sillón. Comenzó a leer el libro. ¡Nada tenía sentido!, eran sólo palabras. Le eran familiares, recordaba haberlas utilizado otras veces, entendía el significado de cada una, pero juntas no le decían nada. Era como si toda la inspiración que había tenido para escribir la historia se hubiera esfumado, llevándose también en su fuga el sentido de su última obra. Nunca más volvería a escribir, era incapaz hasta de reponer las palabras aisladas que faltaban en las páginas. Marcos se sintió envuelto en una pesadilla, dejó todo y se fue a dormir. Mañana, con más calma, probablemente vería las cosas de otro modo.
     Pot siguió levantado un poco más. Estaba compungido, no creyó que su comportamiento tuviera tan graves consecuencias, pero ¡tenía que hacer valer sus derechos!

Indignada, Numen deambuló por el barrio. Debería haber fulminado al gato. Pot, ¡vaya nombre!, tan insignificante como el animal. Vio a través de una ventana a un estudiante sumergido en un montón de libros, no había ningún animal bigotudo cerca, y resolvió entrar a recapacitar y a tranquilizarse un poco. ¡Jamás le había ocurrido algo así! Verse expulsada por un gato, ¡qué humillante! Aprovechó una ráfaga de aire y se dejó llevar hasta el joven.
     Trató de imaginarse la cara de Marcos cuando viera el resultado del embate de Pot. ¡Pobre Marcos!, él, que soñaba con sus vacaciones... Numen había albergado la ilusión de esconderse en su maleta y seguirlo a la playa, donde sin la compañía de Pot quizás fuese más fácil inspirarle fantasías. ¿Qué estaba haciendo ahora?, sin su ayuda no podría reconstruir la novela, ni crear otras nuevas. Marcos era una buena persona y, con la salvedad del odioso gato, su casa era muy acogedora. ¿Habría podido hacer ella algo para defenderse de Pot?, ¿en qué se había equivocado? Quizás en su generosidad lo había inspirado tanto que el pobre no paraba de escribir. No, eso no podía ser, Marcos era feliz, estaba contento, y si planeaba unas vacaciones era sólo para juntar fuerzas para seguir escribiendo. Ella había hecho bien su tarea.
     Por la noche no pudo aguantar la curiosidad, y pensando que Pot ya estaría durmiendo se acercó a contemplar la escena. ¡Horror!, ¡qué caos! Marcos sólo había cambiado las cosas de lugar, la obra continuaba deshecha. ¿Y esas hojas rotas?, ¿sin unir todavía? Entró sigilosamente y ya había avanzado un buen trecho cuando vio a Pot. Estaba erguido en el sillón de Marcos, con el pelo erizado, las orejas alertas y los bigotes tiesos. Sus ojos todo pupilas, intentando abarcar la estancia. Numen no se amilanó. El desastre era tan grande que estaba dispuesta a intervenir a pesar del felino.
     Pero Pot bajó, primero sus orejas, después su cabeza, y con pasitos acolchados se encaminó al dormitorio; deteniéndose por momentos como para comprobar si Numen lo seguía, esperándola y avanzando, hasta que se comprendieron y llegaron a la par junto a Marcos. Pot se acurrucó a sus pies y Numen bajo su cabeza, adaptándose a la almohada.

Sí, había hecho bien yéndose a dormir. Hoy con la mente despejada todo volvía a tener sentido. Incluso Pot, ahora en la terraza, había cambiado. Se recreaba contemplando los pájaros y hurgando entre las plantas y no había puesto los pies en la casa en toda la mañana. Marcos estaba exultante. Había repasado las páginas de la novela sustituyendo los folios inútiles. Por la tarde rescribiría los que estaban impresentables, Al final, si no surgían más inconvenientes, le iba a dar tiempo.
     Tenía que recordar dejarle la dirección del hotel a su agente para que le enviara las pruebas, que pensaba corregir en la playa. A su regreso a la ciudad encontraría los primeros ejemplares de la imprenta en el buzón de su casa, y cuando comenzara a plasmar su nueva idea en papel, ésta ya estaría en la calle. La próxima, barruntaba, sería una gran novela.
     -¡Eh!, ¡Pot!, ¿vas a estar ahí todo el día? Ven, entra... ¿y si me lo llevase de viaje?...
     Chispas saltaron en el aire durante unos segundos –la costumbre del resquemor-. Luego, mientras ella se replegaba para darle paso, Pot entró muy ufano, el rabo dirigido al techo, y les regaló, a Marcos y a Numen, un ronroneo grave, profundo, de satisfacción. Realmente, los tres necesitaban unas buenas vacaciones.

Publicado en el libro colectivo “Album de Cuentos”, ed. Catriel, Madrid, 1994.