domingo, 27 de octubre de 2013

La emigración de cada uno



Hoy tengo nublada la sonrisa,
país de nube, país de tiza.
Piero

La búsqueda de mejores condiciones de vida ha empujado a la humanidad a desplazarse de continente en continente, poblando la tierra tal como hoy la conocemos. Es un fenómeno globalizado, social e individual que afecta tanto a la economía como a la cultura y la salud. La comunicación y la franqueza son fundamentales para mantener la salud física y psíquica de las personas y de las sociedades en las que ocurre y para proteger de sus efectos a las generaciones siguientes. Y puedo hablar en primera persona, porque emigré por primera vez a los diez años.

Con mi abuelo Juan Dragoevich y mi hermana Mirta en el aeropuerto de Ezeiza.

Intento recordar, fue hace tanto tiempo. Un contenedor de madera de esos para transportar maquinaria apalancado en la sala de estar. Mi madre guardaba nuestra casa “hasta la vuelta”. Con mis hermanos pasábamos alrededor intentando salvar algún juguete. “¡No hay espacio! Deja eso ahí”. Corría el año 1971 y emigramos de Buenos Aires (Argentina) a Santiago de Chile. Los motivos, los podéis imaginar. Recuerdo ahora las carreras de mi madre. El gesto fruncido y concentrado de mi abuelo. La mirada perdida de mi abuela. Mi padre, de avanzadilla esperándonos en destino.

Primero el tren. Lento. Todo el día viajando. Matar las horas en Mendoza en un parque infantil de esa ciudad ajena. El minibús (la combi) en el que cruzamos la cordillera de Los Andes. Imponente, alta: interminable. La combi subía una montaña y al llegar a la cumbre en vez de un final, se vislumbraba otra aún más alta. Mis hermanos pequeños llorando por el vértigo en cada curva. Y los oídos: tapados. Una familia peruana nos convidaba chicles “masticar destapa los oídos, señora”. En el sur, marzo todavía conserva el sol del verano. Pero no allí arriba, no. Hace un frío de mil demonios. No íbamos preparados para eso. Más llantos. Las niñas peruanas nos miraban en silencio. Una mano levanta su jersey para enseñar la página de periódico entre camiseta y lana. Nuevo aprendizaje: “el papel entre la ropa protege del frío”. Mi madre nos forró. Todo el material de lectura contra pecho y espalda.

Al llegar al Cristo Redentor, a 4.200 metros sobre el nivel del mar, nos detuvimos en la frontera. No era la cumbre más alta. Esa, el Aconcagua, nos la señaló el conductor con el índice hacia la izquierda. Mi madre nos prohibió bajar por el frío. Quisimos tocar la nieve que veíamos por primera vez y nos la trajeron otros viajeros en las manos, sobre un periódico abierto (no es suave, no. Y está fría).

Distancia. Infancia dejando atrás la inocencia. La idea de no ver nunca más a tus primos, abuelos, tíos no entra en la cabeza. Todo tu amor por la maestra de turno aflorando de golpe. Durante esos años en Chile, una vez al mes, la actividad familiar de los domingos giró en torno a una llamada telefónica: en la espera durante horas a que la operadora consiguiera establecer la comunicación internacional y hablar tres minutos con los abuelos.

En la Grecia antigua daban a escoger a los proscritos: destierro o cicuta. Sabían que eran equiparables. Sócrates, sin ir más lejos, acusado injustamente de impiedad, se negó a vivir alejado de la polis y prefirió dejarla para siempre bebiendo del frasco amargo. Todo antes que la muerte social, antes que abandonar al grupo con el que compartía creencias y valores. Porque sabía que las claves comunes son las que proporcionan identidad. También para Edipo el peor de los castigos era el exilio: enterado de las atrocidades que él mismo había cometido, dedicó el resto de su vida a deambular de país en país, ciego y guiado por su hija.

RosetasRejadelAscensor
Rosetas del ascensor de mi casa en Buenos Aires.
Para la siguiente emigración familiar, pocos años después, la lección estaba aprendida: lo emocional importa, la ropa es reemplazable. Cada uno escogimos los objetos que nos acompañarían en la nueva odisea.

Los emigrantes europeos en América conservaron durante años la llave de sus casas. Llaves de hierro, enormes. Estas rosetas que arranqué al partir de la reja del ascensor decoraron la pared de mi cuarto en Madrid durante una buena temporada. 


Todo esto a colación de los naufragios en Lampedusa. Uno de ellos llamó mi atención: la barcaza procedía de Siria y los emigrantes tenían alto poder adquisitivo, como tu o como yo -entiéndase, alto según cómo y comparado con quién-. Con sus móviles de última generación en el bolsillo, huyendo de la guerra. Es difícil identificarse con los negros espigados que llegan de Eritrea. Están en los huesos, descalzos, visten “raro”. Es sobrecogedor. Pero ellos están allí y yo aquí. El caso de este barco es diferente: no tienen problemas para comer todos los días, utilizan Internet, probablemente iba algún ingeniero a bordo, varios de ellos eran médicos. Y se han lanzado al mar hacinados como ganado. ¿Qué ocurre aquí? La gran mayoría se quedó en el agua a unos kilómetros del destino: la Europa que intenta mirar para otro lado mientras los niños de Lampedusa lo digieren y nos lo lanzan a la cara en forma de dibujos.

¿Cuán desesperado hay que estar para jugárselo todo a un cruce en barca? Comparable a los traslados de judíos hacia campos de concentración, dice un náufrago, y el juez instructor toma nota. Sin poder desplazarte hasta el retrete, cuentan, para no desequilibrar la barca. Tu dignidad olvidada en alguna milla de ese mar por el que circuló Ulises, quien se hizo atar al mástil de su barco para no flaquear ante el canto embriagador de las sirenas. Ya no quedan Nereidas protectoras de marinos en el Mediterráneo.

Los efectos de la emigración a través de las generaciones

"El corazón de un sobreviviente es como 
una campana de cristal con una pequeña grieta: 
ya no resuena”.
 Fred Wander


Madreyabuelo-Aeropuerto
Mi abuelo José Fraerman y mi madre, en el aeropuerto de Ezeiza.
En ocasiones, la situación que se deja atrás es tan dolorosa que quienes la viven desean borrarla de su memoria. Yo misma he renegado de mi pasado: “no le debo nada a ese país que me trató tan mal”, decía. Me han llamado traidora, me han llamado renegada. No soy la única con sentimientos confusos: ¨Creo que hasta que te repones y encuentras el sitio se te pasan 10 años”, comenta Mario Socolovsky, argentino españolizado en Madrid. “Es que además, es traumatizante volver y saber que ya no formas parte de ese lugar”, dice otro argentino, Enrique Giovannini, emigrante “económico” durante más de 30 años.

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Con mi abuela Cecilia Pupkin y mi madre, despidiéndose al dejar Buenos Aires.
Hoy he hecho las paces con la historia y he recuperado mis raíces, al menos las más cercanas. Más difícil es sondear el origen de mi familia: emigrantes que abandonaron Europa empujados por el hambre a comienzos del siglo pasado. ¿Cómo es posible que ningún hijo, nieto, bisnieto de aquellos emigrantes sepa nada de la ciudad de origen de la familia? ¿Nunca se interesaron por conocer su historia? Quién sabe. Quizás la conocieron. Quizás por protegerlos se les ocultaron las respuestas. Creo que estos agricultores, ebanistas y sastres del norte de Europa decidieron olvidar y fundirse en esa tierra fértil allá al sur de las Américas. Labrarse una nueva identidad. Ocupados en ganarse el pan, quizás, ni siquiera lo pensaron.

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Con mi padre, en el aeropuerto de Ezeiza.
“Partir es morir un poco” (Edmond Haracourt). “No me siento extranjero en ningún lugar” (Serrat). Tantas frases hechas en torno a la emigración y todas responden a una realidad. Cuando no te arrastra la desesperación ni te expulsan por la fuerza se trata de colocar los pro y los contras a uno y otro lado de la balanza y elegir. El poeta argentino Juan Gelman, Premio Nobel de la Paz, dice que es un transterrado. Porque después de su exilio en diferentes países, cuando pudo escoger, decidió instalarse en Ciudad de México.


Creo que mi ciudad ya no tiene consuelo
entre otras cosas porque me ha perdido
o acaso sea pretexto de enamorado
que amaneciendo lejos imagina
sus arboledas y sus calles blancas (…).

Mario Benedetti, Ciudad en que no existo


El hijo de Mario y Lourdes partió para un año de Erasmus en Suecia. Lourdes me cuenta que pasaron de la satisfacción por el hijo viviendo una experiencia enriquecedora a tener que sugerirle por teléfono: “hijo, mejor no vuelvas que aquí no hay nada”. Si de verdad se emigra por elección es enriquecedor. Partir pensando que es temporal y que se puede volver en cualquier momento es un plus. Pero no os engañéis: son los menos. Y en ellos también una parte morirá un poco. Los efectos de la emigración se dejarán sentir en el mañana: a nadie le gusta reconocer que lo está pasando mal, pero lo que no se cuenta, lo que se oculta o se disfraza, regresa distorsionado. Y recuperarse lleva tiempo.

Yo no elegí partir. A mi me partieron. En mi balanza cuenta haber conocido diferentes culturas, haber aprendido a considerar diferentes puntos de vista a la hora de pensar el mundo y coincidir con gente estupenda. Conservo amigos en cada sitio por los que he pasado. Tuve la inmensa fortuna de enterarme de que nos llamaban sudacas por el periódico. España me trató bien. La adopté. Me declaro madrileña. Y de tanto en tanto, voy de visita al pueblo.

Vuelvo a mirar las fotos de mis abuelos. Esa es la última vez que vimos a mi abuelo Juan. Van impecables, los dos de corbata: el traje de las ocasiones especiales: bodas, trámites y entierros. ¿De verdad estaban pensando en que ya no nos verían? ¿O estaban rememorando sus propias vivencias de inmigrante en la Argentina?